Estoy volando rumbo a Buenos Aires junto a mi mujer. Estamos a principios de Enero de 2021, volviendo de una breve estadía en Mendoza por motivo familiares. Éramos 4 personas las que recibimos juntos el año nuevo, al aire libre, cumpliendo un estricto protocolo autoimpuesto. Aquel que recomiendan todos los organismos de salud a nivel mundial, incluida la Argentina, que incluye separación social, reunirse en espacios abiertos, poca gente, alcohol en gel, nada de besos o abrazos.

Ahora somos 162 pasajeros, divididos en 26 filas. Un pasillo nos separa y hay 3 filas de cada lado. Es seguro viajar en avión? me sigo preguntando en este momento.

Vuelvo a pensar en un articulo que leí recientemente en JAMA, una revista científica publicada por la American Medical Association, acerca del riesgo de contraer Covid-19 durante un vuelo.

Recuerdo que hablaba acerca de que el aire entra a la cabina por encima de nuestras cabezas, y el flujo del mismo fluye hacia el suelo en forma vertical, saliendo de la cabina por la misma fila, con muy poco pasaje hacia los asientos de atrás o adelante, haciendo poco probable también que el virus que produce el Covid-19, el SARS-Cov 2, pueda esparcirse en las partículas respiratorias a través de esta vía.

La asociación internacional de Transporte Aéreo, también publicó en su página web que todo el aire en la cabina se renueva como máximo cada 3 minutos, pasando por un filtro de tipo “HEPA”, muy utilizado en hospitales, con capacidad para filtrar el 99.9% de los virus, bacterias y hongos que pudieren atravesarlo.

Es por eso, que a pesar de que un numero sustancial de pasajeros está nuevamente utilizando la vía aérea como alternativa de transporte, el número de contagios a bordo sigue siendo, al menos por ahora extremadamente bajo. Sonrío reconfortado por esta información.

Sin embargo, también se advierte en el comunicado de IATA, que el uso de un tapaboca, evita que en caso de estar infectados por el Coronavirus y ser asintomáticos, infectemos a otras personas (en este caso compañeros de viaje), generando un círculo virtuoso, ya que yo no contagio y el pasajero atrás o adelante mío tampoco.

Esto pareció no importarles a los tres jóvenes que viajaban detrás nuestro. Mi mujer me advirtió que sus tapabocas más bien estaban cubriendo su mentón, y al mismo tiempo estaban enfrascados en una amigable charla que daba como resultado estentóreas carcajadas, gritos y toses poco camufladas.

Recordé entonces otro artículo que había leído comenzando la pandemia, el cual decía que el levantar la voz al hablar incrementaba la eyección de las gotas de saliva hasta alcanzar 6 metros de recorrido en 5.4 segundos.

En caso de toser, la velocidad de las partículas podrían acelerarse hasta una velocidad de 8,5 metros por segundo.

Obviamente el problema es que justamente el SARS-Cov 2 puede propagarse cuando alguien habla, estornuda tose (o canta), en forma de gotas que salen de nuestra boca, y hasta en partículas más pequeñas aún llamada aerosoles, capaces de quedar suspendidas en el aire y atravesar más distancia aún.

Perdón, les dije, asomando mi cabeza por la parte superior del asiento. Se pueden levantar el “barbijo” para que les cubra la boca y nariz? Qué pasa, dijo uno de ellos……le tenés miedo al Covid?.

Soy médico, les contesté y veo pacientes con Covid-19 todo el tiempo, y también los problemas que aparecen después.

Miré de reojo a mi mujer, pensé que iba a ser un largo viaje y pensé para mi mismo. Seguro, claro que le tengo miedo, y mucho respeto.

Es que a principio de Julio del año pasado fui uno más de los 1.780.000 casos de Covid-19 contagiados en Argentina.

A pesar de haber cumplido con todos los protocolos, habiendo trabajado durante toda la pandemia con mi grupo cardiológico en consultorios externos de cardiología y en el Sanatorio al que habitualmente concurro, era obviamente una persona de riesgo a contagiarme. Sin embargo los 38.7 que marcaba el termómetro me sorprendieron, junto a un terrible dolor de cabeza y muscular presagiaban el seguro diagnóstico de Covid-19.

Asimismo, si bien yo no formaba parte del grupo vulnerable a contraer formas más severas de la enfermedad, luego de varios días aislado en mi casa, con hisopado + y fiebre que no bajaba, dolores en todo el cuerpo como nunca había sentido y la consabida perdida del gusto/olfato, supe que inexorablemente me dirigía a pertenecer a ese 15% de los casos que necesitan internarse para recibir un tratamiento más agresivo, porque el virus estaba ganando la batalla.

Con una neumonía bilateral que llevaba a una baja oxigenación de la sangre, y un diagnóstico de Covid-19 severo, transcurrí la semana recibiendo oxigeno por una cánula.

El tratamiento también incluyó varios gramos de medicación antifebril, corticoides, antibióticos, anticoagulantes y un dato no menor, el incondicional apoyo de mi mujer vía un teléfono que no se apagaba, era un fundamental aporte para contrarrestar el increíble aislamiento físico y emocional que todo paciente con Covid-19 ha sufrido en mayor o menor grado.

Un dispositivo que mide el oxígeno en sangre y dictamina (entre otros estudios) si avanzamos hacia la necesidad de un respirador o la tan ansiada mejoría, sentencio en mi caso, a lo largo de esos días, que estaba en el buen camino a la recuperación.

Al fin, a catorce días de ser diagnosticado, y con seis kilos menos en mi haber, pude volver a mi casa, con la felicidad de haberle ganado al “bicho”, un número interesante de anticuerpos IgG que podrían ayudar a mi organismo a dar cierto grado de inmunidad ante un re- contagio y una debilidad difícilmente comparable a algo que haya experimentado antes en mi vida.

Luego de un par de semanas, y con hisopado negativo, indicando que ya no quedaban rastros del virus en mi organismo, de a poco me fui reincorporando a mi actividad habitual.

A medida que pasaron las semanas, pude comprobar que felizmente la recuperación había sido completa. Los estudios clínicos arrojaron el mismo resultado, pero lo que no volvió a su estado habitual fue mi cerebro, y no lo digo desde un punto de vista neurológico, sino mas bien filosófico.

Ignoro si Albert Einstein realmente expresó esta frase alguna vez, aunque muchos se la atribuyen, pero en tal caso, describe lo que sentía, La mente que se abre a una nueva idea jamás regresa a su tamaño original.

En mi caso, lo que fui descubriendo es que el verdadero problema por el cual estamos perdiendo esta batalla somos nosotros.

En estos últimos meses, desde mi experiencia en primera persona, vi con asombro que poco a poco nos fuimos haciendo más vulnerables al virus, y no exactamente por una extraña mutación del mismo que le permitió adquirir mayor grado de contagiosidad o letalidad, sino porque le fuimos permitiendo que pueda utilizar cada vez mas reservorios humanos para reproducirse, sin importarle al final del día cuantas víctimas deja en el camino.

Incontables veces, al caminar por la calle, tuve que reprochar a mucha gente que pasaba alrededor mío, porque no circulaba con tapaboca.

En el trabajo observaba como muchos se peleaban para entrar a un ascensor donde claramente se especificaba el numero “seguro” de pasajeros.

En mi práctica diaria veía que muchos pacientes empezaban a minimizar los síntomas de Covid-19 , volviendo a pensar que fiebre alta podía ser una simple gripe, un dolor de garganta una angina o falta de olfato una alergia, perdiendo la posibilidad de consultar al medico acerca de si debían testearse, aislarse y al final evitar ser un “contagiador” mas.

Al escuchar por los medios que poco a poco la tan mentada meseta de casos estaba de vuelta empinándose, indicando un preocupante incremento en el numero de casos, supe que íbamos por el mal camino.

Por otra parte, y como cardiólogo, se que en nuestro país, la enfermedad cardiovascular es la primera causa de muerte, con números que van de 30 a 40.000 Infartos de Miocardio por año. De estos, el 30% pueden morir antes de llegar al Hospital.

No es de extrañar que un trabajo publicado hace unos meses en la revista Medicina, utilizando modelos estadísticos predictivos, sugirió que en 2020, nuestro país podría sufrir, más allá de las casi 50.000 muertes por Covid-19, un exceso de muertes cardiovasculares prevenibles de casi 10.000 personas.

Definitivamente íbamos por el mal camino. No hay dudas que durante el aislamiento, muchos pacientes con enfermedades crónicas dejaron de concurrir a la consulta minimizando síntomas y tirando por la borda décadas de medicina preventiva y control de los factores de riesgo cardiovasculares.

Distintas sociedades científicas y hasta el estado, nos han alertado durante los últimos años que no estamos haciendo un buen papel como sociedad en el control de estos factores.

Como muestra, la 4ª Encuesta Nacional llevada a cabo por el Ministerio de Salud de la Nación, encontró ya en 2019, que en la Argentina el 60% de la población presenta exceso de peso, con un 25% de los encuestados con obesidad significativa.

También la Hipertensión arterial es muy prevalente en nuestro país, alcanzando a un 40 % de la población, pero con el agravante que solo el 60% sabe que la padece, llevando a complicaciones severas, como el ACV, los infartos o la insuficiencia renal.

Por otra parte, la diabetes se encuentra presente en más del 12% de la población, aumentando casi 4 veces el riesgo de padecer una enfermedad coronaria. Ni hablar de las alta tasas de sedentarismo incrementadas mas aun en épocas del Coronavirus.

Para completar este panorama no muy alentador, un estudio global llevado a cabo en 108 países, recientemente publicado en el Journal of the American College of Cardiology, nos confirmó que desde el inicio de la pandemia, disminuyeron en forma muy significativa los estudios diagnósticos y terapéuticos para tratar la enfermedad coronaria, siendo mas afectados aún en este descenso los países económicamente mas comprometidos.

Todo esto me lleva a pensar que puede estar gestándose una tormenta perfecta, nos sólo por las consecuencias sanitarias de la pandemia actual, sino por el avance de los estragos de las enfermedades crónicas en nuestra salud de no mediar un buen diagnostico y tratamiento de las mismas. Y es por ello que debemos cambiar nuestro paradigma de pensamiento, ya no es que pueden hacer los demás por mí para proteger mi salud sino que es lo que debo hacer yo para lograrlo. La respuesta para mi fue esa idea que germino el día de mi alta. Responsabilidad Individual y colectiva.

A esta pandemia no solo se le gana con una vacuna eficaz (ya sea de origen ruso, alemana , norteamericana, china o Europea) o tampoco con productos pseudo-milagrosos , sin ningún sustento científico que en vez de prolongar la vida muchas veces la acortan, ni con eternas cuarentenas que al final solo producen hartazgo y desazón.

Solo vamos a ganar esta lucha contra el Coronavirus si entendemos que la única manera de salir victoriosos es si somos responsables en cuidar nuestra salud y la del otro.

Nuestros gobernantes y las organizaciones internacionales deben ser capaces de afrontar la emergencia sanitaria, ser conscientes del impacto social y dirigir los esfuerzos para que a nivel país, pueda controlarse la expansión del virus con un delicado equilibrio entre el cuidado de la salud y el cuidado de la economía.

Pero por otra parte, la responsabilidad individual será lo que a mi entender evitara que entremos en la segunda o la tercera ola.

La que permitirá que del aislamiento podamos pasar a una mayor apertura. Tenemos un arma muy poderosa en nuestras manos.

La distancia social, el lavarse las manos frecuentemente y el tapabocas han demostrado ser agentes poderosos para evitar la propagación viral.

No hay dudas que las vacunas también serán una herramienta importante en esta lucha a fin de alcanzar la tan ansiada inmunidad de rebaño. Consultar a su medico de cabecera para que recomiende cual es la mejor opción y en que momento hacerlo es también nuestra responsabilidad.

Por ultimo, no son lo jóvenes a los que hay que culpar por los resultados que tenemos hoy en día en cuanto al numero de infectados, ni a los médicos, ni al estado, ni a las organizaciones no gubernamentales.

Los responsables en salir adelante somos todos.

Estoy nuevamente en el vuelo rumbo a Buenos Aires, los jóvenes en el asiento de atrás me miran, se miran entre ellos y suben su tapaboca, me doy vuelta y sonrío nuevamente, creo que estamos en el buen camino.

Ojalá no me equivoque.

(*) Cardiólogo. Miembro Titular de la Sociedad Argentina de Cardiología (MTSAC). Director del Consejo de Cardiología Clínica. Director General del Instituto Cardiovascular San Isidro (ICSI) del Sanatorio Las Lomas en Buenos Aires y del Grupo Cardiológico Boskis.